Comentario
La Contrarreforma acentuó el papel que ya de por si desempeñaba la religión en la vida cotidiana de los siglos anteriores. El miedo a la desviación y la heterodoxia produjo un afán por aumentar la presencia de la Iglesia y la religión católica en la mayor cantidad posible de actividades. Las fiestas fueron uno de los vehículos de expresión de la nueva ideología contrarreformista, pues su carácter público y participativo podía servir para acercar al común las directrices de Trento. Especialmente fomentada fue la festividad del Corpus. También se celebraban con solemnidad las procesiones de la Asunción, la Inmaculada Concepción, Cuaresma y Semana Santa, con especial fijación en Jueves y Viernes Santo y Domingo de Ramos.
De Trento surgieron también fiestas nuevas, como el Ángel Custodio (29 de septiembre de 1609), o bien se elevó el rango de otras, como San José (inicialmente el 2 de marzo).
Para extender la religiosidad y uniformizar las devociones se multiplicó el tráfico de reliquias y se emprendió una campaña febril por lograr nuevas beatificaciones y canonizaciones, al punto que, en un mismo año, 1622, fueron canonizados santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola y san Francisco Javier.
Los cambios fueron también estéticos. La iconografía religiosa, la mejor manera de hacer llegar información al pueblo iletrado, se expandió por los templos, ocupando todos sus rincones. La moral del clero y feligresía se controló algo más instalando nuevos confesionarios que evitaban el contacto físico entre penitente y confesor, mientras que nuevas devociones ahondaban de hondo sentimiento religioso se extendían por la geografía española y ganaban rápidamente adeptos.
La lucha por normativizar el rito llevó a la Iglesia a perseguir determinados cultos o devociones, tenidos por paganos. Así, se censuraron algunos ritos relacionados con el ciclo agrícola o propiciatorios, como las procesiones en petición de lluvia o contra epidemias; ritos ancestrales, como los "goigs" catalanes, fueron prohibidos. Fiestas tradicionales como los toros, los bailes de máscaras y el Carnaval fueron objeto de censura, en especial el último, suprimido en Cataluña en enero de 1641. Sin embargo, si bien estas manifestaciones populares de religiosidad y festividad no eran bien vistas, la actitud del poder (Iglesia-Estado) fue tolerante, por cuanto su arraigo era fuerte y podían servir como vía de escape en momentos de tensión social. La tendencia fue a absorber estas manifestaciones en el ceremonial católico, si bien algunos de sus extremos, como la superstición, fueron duramente atacados.
Frente a las festividades y celebraciones religiosas, otro tipo de acontecimientos rompían la linealidad de la vida cotidiana. El gusto por lo festivo se plasmaba en bailes, juegos, torneos, representaciones teatrales y, ya se ha dicho, las corridas de toros.
El gusto por el baile era general y tan alta la pasión por su disfrute que, contra algunas voces críticas, a veces se practicaba en el umbral de los templos, como el de los "seises" de Sevilla.
El teatro fue otra de las actividades más populares, multiplicándose el número de compañías que venían de fuera, especialmente de Italia. Fenómeno urbano por excelencia, gustaba por igual a ricos que a pobres y el número de teatros y corrales aumentó constantemente. Estos últimos fueron en principio patios interiores de viviendas en los que se improvisaban un escenario y localidades. Con el paso de los años y su popularización, los corrales de comedias se fueron haciendo cada vez más complejos y grandes, distinguiéndose en ellos distintas zonas según sus ocupantes. Así, las mujeres debían sentarse en la "cazuela", un palco corrido frente al escenario; los clérigos se acomodaban en la "tertulia"; los nobles en los "palcos", las localidades más caras, en los que sí estaba permitida la presencia de mujeres, algunas reservadas para las autoridades.
El éxito de las representaciones hizo que se pasara de representar comedias sólo en festivos a hacerlo a diario, con el beneplácito eclesiástico. Eso sí, se cerraba el Miércoles de Ceniza y no se abría hasta pasado Pascua. La función comenzaba a las dos o las tres de la tarde en invierno y las tres o las cuatro en verano. Un toldo resguardaba del sol, mientras que la lluvia hacía imposible la representación. El espectáculo duraba dos horas y media o tres, debiendo obligatoriamente concluir antes de ocultarse el sol, por razones de moralidad y orden público.
La función comenzaba haciendo callar al público, normalmente con una "loa" que pedía el favor del respetable e intentaba ponerlo del lado de la compañía. Le seguía el primer acto, en el que los actores ponían al público en situación con sus declamaciones, intentando con ello suplir la pobreza de los escenarios. Las pausas eran mínimas, intentando entretener al público de manera constante y evitando el vacío de la escena. El espacio entre el primer y el segundo acto se llenaba con un "entremés", y entre los dos últimos actos se intercalaba un baile o una jácara cantada. El fin de la representación se realizaba mediante una "mojiganga", actuación repleta de música, baile y alegría bulliciosa.
Las obras se mantenían generalmente uno o dos días en cartel, siendo excepcional que lo hicieran cinco.
Las corridas de toros contaron también con el favor popular, si bien su origen es aristocrático. Realizadas a caballo, Felipe IV contribuyó a su difusión, al asistir a todos los festejos que se realizaban en Madrid. El toreo a pie, poco extendido, se consideraba actividad de las clases bajas.
El coso madrileño era la Plaza Mayor, destinándose los balcones a la corte y personalidades y ocupando el pueblo llano graderías debidamente instaladas.